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Su autoridad sobre los cansados y nerviosos hombres era un sueño. Ellos no
compartían su dolor ni su deseo de venganza, pero la frialdad de sus pensamientos les
arrastraba mientras intentaban controlar los nerviosos caballos y se tensaban viendo los
movimientos en el valle que había bajo ellos. Sus susurros de duda y de temor se perdían
entre los latigazos de la lluvia y los ojos muertos de su líder.
¡No hay ninguna señal en esta lluvia! les gritó Rifkind a todos menos a Turin, el
único que comprendía su angustia y su frustración.
La lluvia corría en pesadas capas por el valle, ocultando los acantilados del otro lado.
Un solitario jinete avanzaba a trompicones por la llanura. Otros dos le seguían, y cinco
más a todos ellos, y, además, un caballero montado vistiendo un capote acuartelado con
las armas de Overnmont y los demás con las del Imperio.
¡Malditos sean los Dioses Perdidos! ¡Malditas sean sus señales! ¡Humphry se me
escapa! Incorporándose en los estribos, Rifkind desenvainó la espada . ¡Vista al
frente, soldados! La espada osciló en un arco que terminaba por alinearla con el
hombre del capote . ¡Cabalguemos para destruir a Humphry!
Su grito de guerra se levantó como un penetrante gorjeo. Hizo un nuevo molinete con
la espada y clavó las espuelas en los flancos de Turin. Los hombres la siguieron, como la
habían seguido los de su antiguo clan, atraídos por el salvaje anhelo de batalla de su voz.
En el valle, los hombres de Humphry oyeron el grito y levantaron la mirada para ver las
montadas furias que se abalanzaban sobre ellos. El hombre del capote ordenó a sus
pocos hombres en una formación cerrada a su alrededor, mientras más hombres y
algunos arqueros corrían para reunirse con ellos. Rifkind observó con el ceño fruncido la
formación de soldados. Humphry debería haber llamado en su defensa caballeros
armados, no arqueros ni infantes.
Pero Rifkind no tenía tiempo para malgastar en ponderar las tácticas del enemigo.
Condujo a Turin y a sus hombres en una ancha curva mientras penetraba en el angosto
valle. Su carga final llegaría desde el río, en vez de desde el bosque; se movió a través
del viento lluvioso y apuntaló a los arqueros detrás de sus hombres.
Un caballo sin jinete la adelantó, perdido el soldado en la resbaladiza ladera de la
colina. Eran menos de cincuenta cuando empezó la carga, un lastimoso grupo para
enfrentarse al ejército del Imperio aunque, efectivamente, consiguiera abrirse paso,
mojada y enfurecida, con un impetuoso asalto en el vado.
Rifkind no pensó en la inutilidad de sus órdenes. Su grito de guerra resonó con el
estrépito del trueno. Clavó la espada en el cuello del primer lacayo que se enfrentó a ella.
Ritmos de ataque y defensa circulaban a través suyo mientras rodeaban al puñado de
enemigos. Pronunció el nombre de Humphry en el fragor del combate y fue
recompensada por una multitud de espadas levantadas por la infantería, ávidos para
capturarla o morir.
Fría luz brillante centelleó en sus ojos. Ella no estaba enloqueciendo, pero cada uno de
los latidos de un corazón de guerrero la atraía en cerrada comunión entre su espada y el
enemigo. Su habilidad era lo bastante grande como para compensar su pequeño tamaño
y fuerza, pero su ferocidad en la batalla procedía de un don preternatural, de su presencia
de ánimo y coordinación que la advertía del próximo ataque antes de que este se
desencadenase. Su cuerpo y su mente se despedazaban en los persistentes dolores y
vacíos que la atormentaban. Se sentía completa y, nuevamente, formaba parte del
mundo.
El caballero del capote perdió el caballo apenas comenzó la lucha. Se quedó a pie
firme en el centro de sus hombres, haciendo girar con las dos manos una enorme espada
con una facilidad tal que hubiera matado sin problemas a Rifkind o a Turin de haberlos
alcanzado. La cabeza del hombre, oculta por un yelmo de cuero y hierro, asentía
ligeramente reconociendo el desafío. Rifkind picó espuelas y Turin enfiló contra el
caballero; Rifkind estaba segura de que había llegado el momento de la venganza.
El caballero, entrenado y armado tradicionalmente, no se enfrentaba, por su velocidad
y agilidad, en combates personales. Su tizona cortaba el aire por encima de Rifkind
mientras ésta se inclinaba hacia abajo desde la silla y clavaba la larga daga en el hueco
que había entre el yelmo y la pechera del caballero. El hombre cayó de lado, el yelmo
lejos de él, descubriendo a un hombre joven, de oscuros y largos cabellos y un rostro
pálido y circunspecto.
¡No era Humphry!
Los relámpagos parpadeaban alrededor de las levantadas espadas de los
combatientes. Rifkind observó cómo chapoteaba la lluvia sobre los ojos abiertos del
hombre muerto, mientras el tumulto de la batalla remolineaba en torno a ella.
No era Humphry.
Por un momento, se quedó vacía de su deseo por la lucha, hasta que nuevas siluetas
armadas entraron en su campo de visión. Clavó los talones en los flancos de Turin. Cargó
hacia delante, con los relámpagos señalando su avance hacia la fuerza principal del
ejército de Humphry. Sus hombres la siguieron. El asalto del río estaba despuntado.
Rifkind lanzó nuevamente el grito de guerra, y esta vez fue contestada por una carga de la
caballería del Imperio.
Las espadas chocaron entre relámpagos, infectando el aire, que ardió con acre acidez.
Los truenos retumbaban dentro de los yelmos de los caballeros. Rifkind buscó a un
caballero, más pesadamente armado que los demás, haciendo maniobrar a Turin para un
combate personal, uniéndose al otro caballo en círculos cerrados mientras tenían unidos
los costados. Los afilados cuernos de Turin se clavaron en el caballo enemigo, más
grande que él, hasta que a éste se le nubló la vista y anduvo sin control.
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