Odnośniki
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cuando alzó la cara hacia mí. Estaba tendido de espaldas, entre los cojines. Quiso empuñar la daga del
cinturón, pero se lo impedí con la rodilla. Inclinándome sobre él, di rienda suelta a la rabia demencial que
tenía por su raza maldita. Le estrangulé lentamente, con delectación, observando con avidez cómo sus
rasgos se convulsionaban, cómo sus ojos se vidriaban. Debía llevar muerto varios minutos cuando solté
la presa.
Me levanté y miré por la abierta trampilla. La luz de las antorchas de la sala real iluminaba un
pozo estrecho, en cuyo interior había tallada una serié de pequeños peldaños. Evidentemente, aquella
escalera conducía a las entrañas del peñón de Yuthla. Por la conversación que había escuchado,
desembocaba en el templo de los akkis, en la ciudad que había a pies del acantilado. Seguramente no
sería más fácil huir de Akka que de Yugga. No obstante, dudaba; me partía el corazón la idea de
abandonar a Altha en Yugga, sola. Pero no tenía otra solución. No sabía en qué parte de la ciudad
demoníaca se encontraba prisionera. De pronto recordé que Gotrah había dicho que un importante grupo
de guerreros las vigilaba, a ella y a las otras vírgenes.
¡Las vírgenes de la Luna! Un sudor helado me perló la frente cuando descubrí bruscamente el
significado completo de aquella frase. Lo que era exactamente la fiesta de la Luna, lo ignoraba, pero
había sorprendido alusiones y fragmentos de conversaciones entre las mujeres yagas, y sabía que se
trataba de unas saturnales abyectas, durante las cuales el frenesí total del éxtasis erótico se alcanzaba
con los estertores y los últimos sobresaltos de las desgraciadas sacrificadas en el altar del único dios
reconocido por el pueblo alado... su lujuria inhumana.
Un furor homicida me sumergió al imaginarme a Altha pereciendo de un modo tan horrible... y
aquello me fortificó en mi determinación. Mi plan estaba completamente trazado... debía escaparme,
intentar llegar a Koth y volver con hombres suficientes como para poder liberar a Altha y a los otros
cautivos. Mi corazón se vino abajo cuando pensé en todos los peligros que debía afrontar... pero no tenía
otra solución.
Arrastré el cuerpo de Gotrah fuera de la sala, por la puerta que había empleado Yasmeena, y
atravesé un corredor sin encontrar a nadie. Disimulé el cadáver detrás de unas colgaduras. Estaba
seguro de que lo encontrarían antes o después pero, cuando pasase, quizá hubiera alcanzado una buena
distancia. Su presencia en una habitación diferente a la de la trampa, puede que apartase sus sospechas
acerca del modo en que había escapado y llevase a Yasmeena a pensar que me ocultaba en alguna
parte de Yugga.
55
Almuric Robert E. Howard
Pero estaba tentando a la suerte. Si me retrasaba, alguien acabaría inevitablemente por verme.
Volví a la habitación descendí al pozo y bajé la trampa a mis espaldas. Me encontré en la oscuridad más
completa, pero mis dedos buscaron a tientas hasta que dieron con el cerrojo que cerraba la trampilla. Al
menos, podría volver por allí si no conseguía abrir la puerta que había al final de la escalera. Descendí
los peldaños con precaución en el seno de las tinieblas, con la desagradable sensación de que me
arriesgaba a caer en un foso o a darme de boca con algún siniestro habitante de aquel mundo
subterráneo. Pero no pasó nada. Finalmente, llegué al extremo de los escalones y avancé a tientas por
un corredor que conducía hasta un muro de piedra. Mis dedos encontraron un tirador de metal; tiré de él
con todas mis fuerzas y sentí que un panel del muro cedía ante mis esfuerzos. Me vi deslumbrado por
una luz tenue pero macilenta. Parpadeando, miré hacia afuera con cierta ansiedad.
Tenia ante mis ojos una cámara de techo abovedado; era incuestionablemente una capilla. Mi
campo de visión estaba limitado por una inmensa pantalla de oro cincelado, justo frente a mi, cuyos
bordes brillaban con reflejos oscuros en la extraña luz.
Saliendo de la puerta secreta, miré prudentemente al otro lado de la pantalla. Vi una sala
inmensa, con la austera simplicidad y el macizo aspecto que caracteriza la arquitectura de Almuric. Era
un templo, el primero que veía en Almuric. La bóveda desaparecía entre espesas sombras; las paredes
eran negras y brillaban con un reflejo insano, y sin la menor decoración. El santuario estaba vacío, a
excepción de un bloque de piedra de color ébano, un altar evidentemente, sobre el que brillaba la llama
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