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despertó. En tan poco tiempo, es imposible que un cuerpo caliente se congele.
Conan lanzó un juramento. Ahora comprendía, sin poder dominar su furia y su odio, lo que le había
ocurrido a la muchacha que estuvo durmiendo a su lado. Recordó las leyendas semiolvidadas que se
contaban alrededor de la hoguera cuando él era un ni o. Una de ellas se refería al temido monstruo de
las nieves, la terrible y siniestra Remora, el vampiro de hielo con forma de gusano cuyo solo nombre
llenaba de horror a las gentes de Cimmeria.
Los animales superiores, como bien sabía Conan, despedían calor. Por debajo de ellos en la escala
animal, venían los reptiles y los peces, cuya temperatura era igual a la del medio ambiente en el que
vivían. Pero la Remora, el gusano de las tierras heladas, era una excepción, puesto que irradiaba frío.
Al menos, eso era lo que recordaba Conan de las explicaciones que le habían dado. El monstruo emitía
una especie de frío amargo que podía cubrir de hielo a un cuerpo en contados minutos. Puesto que
ninguno de sus compa eros de tribu jamás había visto una Remora, Conan suponía que se trataba de
un ser perteneciente a una especie extinguida hacía mucho tiempo.
Éste, entonces, debía de ser el monstruo que Ilga temía y del que ella trató en vano de advertirle
repitiéndole el nombre que ellos seguramente le daban: yakhmar.
Conan decidió seguir el rastro de aquel engendro monstruoso hasta su guarida, para darle muerte allí.
Las razones que lo impulsaban a obrar de ese modo eran vagas hasta para él mismo. Porque a pesar de
su impulsividad y de su carácter salvaje y anárquico, el cimmerio tenía su propio código de honor. Le
gustaba mantener su palabra y cumplir toda obligación que hubiera asumido libremente. Si bien no se
consideraba un héroe inmaculado y caballeresco, trataba a las mujeres con una especie de ruda
amabilidad que contrastaba con la dureza implacable con la que se enfrentaba a los de su propio sexo.
Procuraba contener sus apetencias carnales ante las mujeres si éstas no se ofrecían voluntariamente, y
trataba de protegerlas cuando ellas dependían de él.
Ahora sentía que había fracasado. Al aceptar su rudo amor, la joven liga se colocó implícitamente bajo
su protección. Y cuando ella lo había necesitado, él dormía profundamente, sin enterarse de lo que
ocurría a su alrededor, como una bestia atontada. Conan no sabía nada acerca del hipnótico silbido con
que la Remora inmovilizaba a sus víctimas, y merced al cual lo había mantenido a él, que tenía el
sue o muy ligero, en un profundo letargo. Se maldijo a sí mismo por su estúpido modo de actuar, al no
haber prestado atención a las advertencias que le quiso hacer la joven. Apretó los dientes con fuerza y
se mordió los labios lleno de ira, resuelto a borrar aquella mancha que empa aba su honor, aunque ello
le costara la vida.
Cuando el cielo comenzó a clarear por el éste, Conan regresó a la cueva. Hizo un atado con sus
pertenencias y luego trazó un plan. Algunos a os antes, se hubiera lanzado detrás del rastro del
gusano de hielo confiando en su inmensa fuerza hercúlea y en el filo de sus armas. Pero la experiencia,
aunque no le había ense ado a dominar todos sus impulsos, le había dotado de cierta prudencia.
Era imposible enfrentarse al gusano de hielo sin una debida protección. El solo contacto con el extra o
engendro significaba la muerte por congelación. Hasta su espada y su hacha resultaban de una dudosa
eficacia. El terrible frío que emanaba del animal podía volver quebradizo el acero, o el mismo frío, al
transmitirse por el metal, podría paralizar la mano que manejaba el arma.
«Pero tal vez -se dijo Conan esbozando una sonrisa hosca y fugaz- pudiera volver el poder del gusano
de hielo contra sí mismo.»
Hizo sus preparativos en silencio y con gran rapidez. Sin duda el gusano, atiborrado de comida,
durmiera profundamente durante las horas del día. Pero Conan no sabía cuánto tiempo podía tardar en
llegar hasta la guarida del monstruo, y temió que otra tormenta de nieve pudiese borrar las sinuosas
huellas.
Conan tardó poco más de una hora en encontrar la guarida del gusano de hielo. El sol matinal había
ascendido un corto trecho por encima de los picos orientales de los montes Eiglofes, haciendo
resplandecer los campos nevados como si estuvieran incrustados de diamantes. Finalmente el
cimmerio se encontró ante la boca de una caverna de hielo hacia la que conducía el sinuoso rastro en la
nieve. Aquella cueva daba a un peque o glaciar, afluente del Demonio de las Nieves. Desde esta cima
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