Odnośniki
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espada. En su mano rápida como la luz, la brillante hoja de acero dibujaba una reluciente telara a de
muerte a su alrededor. Al menos nueve hombrecillos vestidos de cuero se habían aventurado en ese
círculo y habían caído de sus caballos decapitados o con las entra as al aire. Mientras luchaba, el
fornido cimmerio entonaba el salvaje cántico de guerra de su primitiva tribu, pero pronto se dio cuenta
de que necesitaba hasta el último aliento, pues la batalla aumentaba en intensidad.
Tan sólo siete meses antes, Conan había sido el único sobreviviente de la malograda expedición de
castigo que el rey Yildiz enviara contra Munthassem Khan, un sátrapa rebelde del norte de Turan. Con
la ayuda de la magia negra, el sátrapa había aniquilado a las fuerzas enviadas para luchar contra él. Él
creía haber matado a todo el ejército hostil, desde el noble general Bakra de Akif, hasta el último de
los soldados mercenarios de a pie. Únicamente había sobrevivido el joven bárbaro, que consiguió
entrar en la ciudad de Yaralet, sojuzgada bajo el yugo del hechicero loco, y volvió la maldición contra
Munthassem Khan.
Al regresar triunfante de Aghrapur, la resplandeciente capital turania, Conan recibió como
recompensa un puesto en la guardia de honor. Al principio tuvo que soportar las burlas de sus
compa eros de armas por su torpeza como jinete y su mediocre manejo del arco. Pero las bromas
pronto cesaron cuando los demás guardias se dieron cuenta de que era preferible no provocar las iras
de Conan ni sus poderosos pu os como martillos, y a medida que su destreza como jinete y como
arquero aumentó con la práctica.
Ahora Conan comenzaba a preguntarse si esta expedición podría considerarse realmente como una
recompensa. El ligero escudo de cuero que sostenía en su brazo izquierdo estaba hecho una ruina, por
lo que tuvo que desecharlo. En ese momento una flecha se hundió en el anca del caballo. El animal
lanzó un fuerte relincho, bajó la cabeza y se levantó en dos patas; Conan salió despedido hacia
adelante, y el caballo se desbocó y desapareció.
Golpeado y maltrecho, el cimmerio se levantó a duras penas y continuó luchando a pie. Las cimitarras
de sus enemigos desgarraron su manto y abrieron algunas brechas en su cota de malla y en el jubón de
cuero que llevaba debajo, y Conan comenzó a sangrar por una decena de heridas superficiales.
Pero el bárbaro continuó luchando, ense ando los dientes en una sonrisa implacable, con los ojos
lanzando destellos volcánicos de color azul, la cara congestionada y su negra melena al viento. Uno a
uno fueron cayendo sus compa eros hasta que quedaron solamente él y el gigante negro Juma. El
kushita daba alaridos salvajes mientras blandía el extremo roto de su lanza como si fuera una maza.
Entonces algo que le pareció un martillo se alzó en medio de la roja bruma de furia enloquecida que
nublaba la mente de Conan, y un pesado mandoble lo golpeó en la cabeza., abollando su casco
puntiagudo y aplastando el metal contra su sien. Sus rodillas se doblaron y cedieron. Lo último que
oyó fue el grito agudo y desesperado de la princesa cuando los achaparrados y sonrientes guerreros la
tiraron de su palanquín y la arrojaron a la nieve te ida de rojo que cubría la ladera de la monta a. En
seguida Conan cayó de bruces y perdió el conocimiento.
2. La Copa de los Dioses
Un millar de demonios rojos golpeaban la cabeza de Conan con martillos y su cráneo resonaba como
si fuera un yunque al rojo vivo. Cuando fue saliendo de su inconsciencia, el cimmerio se encontró
apoyado en el poderoso hombro de su camarada Juma, que sonrió al ver que recobraba el sentido y lo
ayudó a ponerse en pie. Aunque le dolía terriblemente la cabeza, Conan notó que tenía fuerzas
suficientes para mantenerse erguido. Luego miró desconcertado a su alrededor.
Solamente él, Juma y la princesa habían sobrevivido. Todos los demás -incluyendo a la doncella de
Zosara, muerta por una flecha- se habían convertido en alimento de los feroces lobos grises de la etapa
hirkania. Se encontraban en la ladera norte de los montes Talakmas, varias leguas al sur del campo de
batalla. Los rodeaban unos robustos guerreros de tez morena vestidos de cuero, muchos de ellos
cubiertos con vendajes. Conan notó que tenía las mu ecas sujetas con grilletes de los que colgaban
macizas cadenas de hierro. La princesa, que llevaba pantalones y un abrigo de seda, también estaba
esposada, pero sus cadenas y grilletes eran mucho más ligeros y parecían estar hechos de plata maciza.
Juma también estaba encadenado, y en él se centraba mayormente la atención de sus captores. Éstos
se amontonaban alrededor del kushita, le tocaban la piel y luego se miraban los dedos para ver si se
despintaba. Uno incluso humedeció un trozo de tela en la nieve y luego lo frotó en el dorso de la mano
de Juma. El kushita los miraba y sonreía.
-Jamás deben de haber visto a un negro -le dijo a Conan.
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