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interés antes de que la marea humana las obligue a
avanzar. Una miseria pagada a los taxidermistas que
regentan el macabro tinglado permite al doctor
remolonear a capricho, inalcanzable tras las
cuerdas, completamente inmóvil contra el muro.
Fuera, cerca de la puerta de salida, aguantando la
persistente llovizna junto al parapeto, Rinaldo
Pazzi montaba guardia. El inspector jefe estaba
acostumbrado a esperar.
Pazzi sabía que el doctor no volvería a casa. Al pie
de la colina, en una placita visible desde el
fuerte, el automóvil de Fell aguardaba a su dueño.
Era un Jaguar Saloon negro, un elegante Mark con
treinta años de antigüedad y matrícula suiza que
relucía bajo la lluvia, el mejor coche que Pazzi
había visto nunca. Era evidente que el doctor Fell
no necesitaba ganarse un sueldo. Pazzi había anotado
los números de la matrícula, pero no podía
arriesgarse a identificarlo a través de la Interpol.
En la empedrada cuesta de la Via San Leonardo, entre
el Forte di Belvedere y el coche, esperaba Gnocco.
La calle, mal iluminada, discurría entre dos hileras
de altos muros de piedra que protegían una sucesión
de villas. Gnocco había dado con un oscuro nicho
ante la verja de una entrada en el que podía
resguardarse de la lluvia y del torrente de turistas
que bajaban del fuerte. El teléfono celular vibraba
contra su muslo cada diez minutos, y tenía que
confirmar que seguía en su puesto.
Pasaban turistas cubriéndose la cabeza con mapas y
programas de mano, abarrotando las estrechas aceras
y derramándose por la calzada, donde obligaban a
reducir la marcha a los pocos taxis procedentes del
fuerte.
En la cámara abovedada de la exposición, el doctor
Fell separó por fin la espalda del muro, alzó la
vista hacia el esqueleto de la jaula colgada sobre
su cabeza como si ambos compartieran un secreto, y
se abrió paso entre el gentío hacia la salida.
Pazzi lo vio enmarcado por la puerta y un poco más
tarde recortado contra un foco de la hierba. Lo
siguió a cierta distancia. Cuando estuvo seguro de
que se dirigía al coche, abrió el teléfono celular y
alertó a Gnocco.
La cabeza del gitano asomó por el cuello de su
chaqueta como la de una tortuga, con los ojos
hundidos, mostrando la calavera bajo la piel. Se
remangó hasta los codos, escupió en el brazalete y
lo frotó con un trapo.
Ahora que estaba lavado con saliva y agua bendita,
lo protegió de la lluvia poniendo el brazo tras la
espalda, bajo el abrigo, mientras miraba hacia la
colina. Se acercaba una columna de cabezas
bamboleantes. Gnocco se metió en la riada de
turistas y alcanzó el centro de la calle, donde
podría avanzar contra la corriente y tener mejor
visibilidad. Sin un ayudante, tendría que encargarse
él solo del encontronazo y de la sirla, lo que no
era ningún problema, porque el caso era fallar.
Ahí venía aquel hombrecillo insignificante, gracias
a Dios cerca del bordillo. Pazzi a treinta metros
del doctor, y seguía bajando la cuesta.
Gnocco se desplazó con un movimiento lleno de estilo
desde el centro de la calle. Aprovechando que se
aproximaba un taxi, hizo como que se apartaba para
evitarlo, volvió la cara para soltar una blasfemia y
chocó de bruces con el doctor Fell; empezó a
hurgarle bajo el abrigo y sintió el brazo atrapado
por una garra acerada, luego un golpe; se soltó de
un tirón y se escabulló a toda prisa, mientras el
doctor Fell, que apenas se había parado, continuaba
su camino a buen paso y se perdía en la corriente de
turistas.
Pazzi estuvo a su lado casi al instante, apretado en
el nicho ante la verja de hierro junto a Gnocco, que
dobló el cuerpo hacia delante, recuperándose, y se
irguió jadeando.
Lo he conseguido. Me ha agarrado bien. El muy
cornuto ha intentado pegarme en los cojones pero
ha fallado -le explicó.
Pazzi, con una rodilla apoyada en el suelo, buscaba
con cuidado el brazalete, cuando Gnocco empezó a
sentir calor y humedad pierna abajo, y, al
agacharse, hizo brotar una corriente de cálida
sangre arterial de un desgarrón junto a la bragueta
y salpicó el rostro y las manos de Pazzi, que
intentaba quitarle el brazalete cogiéndolo por el
canto. La sangre lo llenó todo, incluida la cara de
Gnocco, que se había inclinado a mirarse, con las
piernas empezando a fallarle. Se derrumbó contra la
reja, con una mano crispada sobre los hierros y un
trapo apretado contra la ingle en la otra,
intentando detener el chorro que manaba de la
arteria femoral, seccionada.
Pazzi, con la sangre fría que se apoderaba de él en
los momentos críticos, pasó un brazo alrededor de
Gnocco y, manteniéndolo con la espalda vuelta hacia
los turistas mientras sangraba entre los barrotes,
lo fue dejando caer hasta acostarlo en el suelo,
sobre un costado.
Pazzi se sacó del bolsillo el teléfono celular y
pidió una ambulancia, pero sin encenderlo. Se quitó
la gabardina y la extendió sobre el cuerpo yacente
como un halcón cubriendo a su presa con las alas. La
despreocupada multitud seguía bajando a sus
espaldas. Pazzi le quitó el brazalete de la muñeca y
lo guardó en una cajita.
Se metió el teléfono celular de Gnocco en un
bolsillo. El joven movió los labios.
Madonna, che freddo... Haciendo de tripas
corazón, Pazzi retiró la mano de Gnocco de la
herida, la sostuvo entre las suyas como para
confortarlo y dejó que se desangrara. Cuando estuvo
seguro de que Gnocco había muerto, lo dejó junto a
la verja, con la cabeza apoyada en un brazo como si
estuviera dormido, y se unió a los que bajaban.
En la plaza, Pazzi vio el lugar de aparcamiento
vacío; la lluvia apenas había empezado a humedecer
los cantos sobre los que había estado el Jaguar del
doctor Lecter.
El doctor Lecter. Pazzi ya no pensaba en él como el
doctor Fell.
Era el doctor Hannibal Lecter.
En el bolsillo podía tener en esos momentos la
prueba que Verger necesitaba. La que necesitaba
Pazzi goteaba gabardina abajo, sobre sus zapatos.
Capítulo 29.
El lucero del alba se eclipsaba sobre Génova a
medida que un resplandor rojizo apuntaba por oriente
cuando el viejo Alfa Romeo de Rinaldo Pazzi llegó al
puerto. Un viento helado rizaba la bahía. En un
mercante fondeado en un amarradero de la bocana
hacían trabajos de soldadura, y las chispas de color
naranja llovían sobre el agua negra.
Romula permaneció en el coche, al abrigo del viento,
con el niño en el regazo. Esmeralda se acurrucaba en
el pequeño asiento posterior de la berlinetta cupé
con las piernas de través. No había vuelto a abrir
la boca desde que se negó a tocar a Shaitan.
Estaban tomando café bien cargado en vasos de
plásticos y pasticcini .
Rinaldo Pazzi fue a la oficina de embarque. Cuando
salió, el sol ya estaba alto y teñía de rojo el
casco roñoso del carguero Astra Philogenes , que
completaba su carga anclado junto al muelle. Hizo un
gesto a las mujeres.
El Astra Philogenes , con veintisiete mil toneladas
y bandera griega, tenía autorización para
transportar doce pasajeros sin médico de a bordo
rumbo a Río. Allí, le había explicado Pazzi a
Romula, transbordarían a otro barco que zarparía
hacia Sydney, Australia, para lo cual recibirían
ayuda del sobrecargo del Astra . El pasaje estaba
pagado hasta destino sin posibilidad de reembolso.
En Italia, Australia se consideraba una tierra de
promisión donde es fácil encontrar trabajo, y cuenta
con una nutrida comunidad gitana.
Pazzi había prometido a Romula dos millones de
liras, unos mil doscientos cincuenta dólares a la
cotización vigente, y se los entregó en un abultado
sobre.
El equipaje de las gitanas era insignificante: una
maleta pequeña y el brazo falso metido en la funda
de una trompeta de pistones.
Las gitanas y el niño estarían en el mar e
incomunicadas cerca de un mes.
Pazzi repitió a Romula por enésima vez que Gnocco se
reuniría con ella más adelante, porque ese día había
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